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jueves, 1 de mayo de 2014

El error nazi que Martin Heidegger sigue pagando

Manuscritos del filósofo alemán no están exentos del escándalo: supuesto antisemitismo de su autor.

La controversia sobre Heidegger y sus vínculos con el nazismo renace con una regularidad “casi astrológica”, como decía Franco Volpi. Y ahora, comenzando el 2014, como la mala yerba del jardín, ha vuelto a aparecer. El 27 de diciembre pasado, el diario alemán Die Zeit publicó un artículo de Peter Trawny, editor de los Schwarze Hefte de Heidegger, los Cuadernos negros, unos manuscritos hasta ahora inéditos cuyo primer tomo salió a la luz en febrero –y los dos siguientes, los que contienen el contenido polémico, saldrán en marzo– por la editorial Vittorio Klostermann de Fráncfort, como parte del proyecto de edición de las obras completas de Heidegger, proyecto que el mismo filósofo alemán –óigase bien– impulsó.
En su artículo, Trawny reconstruye parte de esos manuscritos, respondiendo a la ansiedad generada por su próxima publicación. Todo porque, como suele suceder cuando el morbo y la fascinación por lo que parece sórdido y oscuro es lo que más anima, el asunto fue filtrado previamente por el delicioso camino del chisme y del rumor.
Un par de meses antes, el mismo Trawny, filósofo de Wuppertal, había compartido con sus colegas franceses algunas citas, provocando el polvorín. Una eficaz estrategia publicitaria, pues era inevitable que sus amigos franceses, todos ellos estudiosos heideggerianos, divulgaran las frases más comprometedoras, bajo el lema “si hay un escándalo Heidegger, entonces seamos nosotros quienes lo pongamos en escena” (Die Zeit).
Al parecer, el texto de Heidegger no deja lugar a dudas (si es que algo así es posible en filosofía) sobre sus cuestionamientos al judaísmo. Trawny matiza la cosa diciendo que Heidegger no recurre al argumento racista y hasta lo rechaza, pero la expectativa generada no ha hecho sino calentar una polémica ya inagotable, sobre la que resulta imposible decir nada nuevo. Y qué bueno, pues para eso son las controversias. Para eso son esos fuegos tercos que nunca se apagan y que nos dan algo de luz.
Que Heidegger (1889-1976) haya simpatizado con el nazismo o que haya criticado el judaísmo no es ninguna novedad. Por lo menos, no debería serlo; pues no se trata de algo hasta ahora “oculto” en la oscuridad de unos cuadernos que se llaman Schwarze (“negro” en alemán) casi por una ironía del destino.
Sería imprudente opinar sobre los manuscritos, porque no los he leído. Habrá que esperar la publicación para poder decir algo medianamente responsable. Ver hasta qué punto lo dicho allí transforma en algo el debate. Aunque no lo creo. Y en eso me adelanto, pues creo que es sólo otro leño para alimentar un problema más viejo que Heidegger y que sobrevivirá a él, y a nosotros. El de la relación de la filosofía con el mundo de la praxis y la política y, en general, el de la relación de la filosofía con el mundo.
El escándalo es el mismo de siempre: ¿Cómo es posible comprender que un pensador genial y profundo haya coqueteado con el nazismo –y mucho más que eso, pues fue rector de Friburgo bajo el régimen y se afilió al Partido Nazi en 1933–? Esto es, en el lenguaje del siglo XX, con el mal. He ahí el anatema. ¿Por qué el filósofo cuando se mete en política se equivoca, y tanto? Y esta es una pregunta política, claro. Pero también filosófica. Quizá la única pregunta importante y fundamental de la filosofía política.
Heidegger fue un filósofo, no se duda. Pero también un excelente profesor de filosofía que hizo todo lo que se hace en la universidad y bien; dar clases brillantes –todos coinciden en ello–, publicar, debatir con colegas, tener maestros; los muertos, los del filósofo (Aristóteles, Agustín de Hipona), pero también vivos, tan sabios como él (Edmund Husserl).
También tuvo muchos discípulos, geniales, brillantes, que en algunos momentos lo superaron como debe ser. Y los más importantes quizá de sus discípulos directos (los indirectos ya los conocemos: Foucault, Derrida, Rorty) fueron todos judíos: Jonas, Löwith, Levinas, Strauss, Anders y, claro está, Hannah Arendt. No se puede negar, por ello, que Heidegger estuvo en el mundo, en su mundo, y que tuvo una actividad pública. Fue rector de Friburgo también, durante un año, el 33, en tiempos del régimen nazi.
Pero a la hora de encontrar un lugar propio para pensar y escribir, Heidegger se retiraba del mundo público a su cabaña. Claro, era un desplazamiento metafórico, pues ningún ser-en-el-mundo puede verdaderamente “salir” de él. Pero el filósofo procuraba, como muchos sabios y poetas lo han procurado, sean románticos o no, tomar distancia de lo más mundano del mundo. Perderse un tiempo en el bosque, en los “caminos de bosque” (así decía él), esos que no conducen a ninguna parte, en la Selva Negra.
Todo para habitar transitoriamente la caverna de su biblioteca, el refugio de su escritorio, aislado de la habladuría cotidiana, para volver luego, con esfuerzo, al mundo de la vida con los otros hombres porque, qué más da, en última instancia de ahí no se ha salido nunca, sino sólo simbólicamente.
Sólo tomando algo de distancia del mundo cotidiano el filósofo puede soltar amarras y navegar por las aguas por las que más cómodo se siente. ¿Podía este “maestro de Alemania” –la fórmula es de Safranski, en su brillante biografía– traer de regreso, tras sus incursiones en la cabaña, alguna luz para la oscuridad de sus tiempos y de su ciudad? ¿Debía el pensador haberse comprometido con la política y tomar partido y hacer algo por su tiempo y no suspender toda acción y asilarse románticamente en su refugio, como al final Heidegger terminó haciéndolo?
Heidegger terminó aislándose tras su año de rectoría y tras la guerra, separándose cada vez más de la mundanidad de la política, porque era lo mejor. Porque cuando fue seducido por el canto de sirenas, no se fue amarrado al mástil, como nos enseñó Odiseo, sino que se lanzó al agua y naufragó, consumando la tragedia, que es la tragedia de su vida y su filosofía.
No vamos a dejar de leerlo
Yo opino que Heidegger en política fracasó y que eso no tiene objeción. Que así debía ser pues la vocación de fondo de la pregunta filosófica no es para navegar en las aguas de la superficie política. De la misma forma que fracasaron Sócrates –sí, lo mataron–, Platón cuando se creyó su propio cuento, el mito del rey filósofo (sobre el que hay un muy buen libro del filósofo colombiano Danilo Cruz Vélez), y Aristóteles, que supo evitar el desastre, huyendo de Atenas, perseguido por el partido demócrata en virtud de sus comprometedoras amistades macedónicas. La lista sigue y es interminable.
No vamos a dejar de leer a Platón por su fiasco con un tirano en una isla, ni dejar de leer a Marx, porque muchos de sus lectores se hayan vuelto asesinos, ni a Heidegger porque fue un rector nazi. “Lo más estúpido que podría hacerse sería cerrar los ojos o rechazar su obra”, dijo alguna vez Leo Strauss. El punto no ese, sino más bien intentar comprender el problema.
Quizá quien mejor ha entendido el caso Heidegger es Hannah Arendt, quien fuera uno de sus romances, su discípula y luego su más notable contrapartida filosófica. Lo captó, creo, por su profunda capacidad para comprender la naturaleza de la política y su relación con el pensamiento filosófico. A diferencia de Marx, que se habría quejado de los filósofos por su incompetencia para trasformar el mundo, Arendt se da cuenta de que esa incompetencia es normal y deseable y de que la tarea filosófica fundamental debe ser justamente la de quedarse interpretando el mundo, no transformarlo. Cuando la filosofía se mete en política, es como un torpe gigante bajando de la montaña: no cabe en la aldea. Y si se mueve, la aplasta.
Al terminar la guerra, en 1946, Heidegger fue excluido de la enseñanza y jubilado a la fuerza (apartes del juicio están en el libro de Hugo Ott sobre la vida de Heidegger). El consejo universitario moderó su dictamen y en 1951 lo nombró profesor emérito y se le permitió enseñar de nuevo. Pagó con unos pocos años de exclusión los años de torpeza política de su juventud, en aquel tiempo terrible en que Alemania fue esclava de sí misma. Un castigo mundano para un error de mundo. Y lo sigue pagando.
Para decirlo al estilo de Heidegger: la llamada del cuidado de una existencia auténtica no podía, ni siquiera en el más grande, dejar de enajenarse en las preocupaciones ensombrecidas de su tiempo, en la habladuría política que opaca con su ruido cualquier vocación profunda. He ahí el lío, el problema: que a todos nos toca ser en el mundo, en nuestro mundo. Que a todos nos toca, como puso al descubierto el filósofo, ser y tiempo.
Sus obras completas
Los manuscritos que componen los ‘Cuadernos negros’ fueron escritos por Martin Heidegger entre 1931 y 1941.
Su publicación en tres tomos, que suman 1.200 páginas, en febrero y marzo de este año hace parte del plan de publicación de las obras completas del filósofo a cargo de la editorial alemana Vittorio Klostermann.
El primero fue escrito entre 1931 y 1938 y ya fue publicado. Los dos siguientes –redactados entre 1938 y 1939, y entre 1939 y 1941, respectivamente–, no han visto la luz; en estos no hay reflexiones sobre filosofía, sino sobre él mismo. A mediados de marzo también sale la obra de Peter Trawny, editor de los ‘Cuadernos’, titulada: ‘Heidegger y el mito de la conspiración judía contra el mundo’.
ENVER TORREGROZA*
Especial para EL TIEMPO
* Filósofo. Profesor de la Universidad del Rosario.
Publicación
eltiempo.com
Sección
Internacional
Fecha de publicación
2 de marzo de 2014
Autor
ENVER TORREGROZA

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